martes, 20 de noviembre de 2007

PATOLOGÍA


La presencia de hembras grávidas en el espesor de la mucosa intestinal, la invasión del torrente sanguíneo por las larvas, muchas de las cuales son allí destruidas, su diseminación por todos los órga­nos, la invasión de las fibras musculares esqueléticas y la destrucción parcial de estas fibras invadidas, desencadena un proceso toxialérgíco, responsable del cuadro clínico de la triquinosis.


Las larvas L1 que alcanzan las fibras musculares estriadas, penetran activamente a su interior, cre­cen, maduran e inducen un sorprendente fenómeno de adaptación con su célula huésped. Desde luego, las larvas de T. spiralis son los parásitos intracelulares más grandes y hasta hace poco, se les conside­raba que, al igual a lo que ocurre con los quistes de Toxoplasma, permanecían "dormidas" o quiescentes por años, en espera de poder continuar su ciclo evolutivo. Sin embargo, mediante estudios experi­mentales in vivo, se ha determinado que el parásito induce una serie de modificaciones dentro de la célula muscular y llega a producir una "célula no­driza", unidad morfofisiológicamente independien­te y altamente especializada. Cada célula nodriza desarrolla un fino plexo de vénulas periquísticas que facilita el intercambio metabólico con el hospe­dero y, aparentemente, la larva no digiere el cito­plasma de la célula que le da albergue. En el inte­rior de estas células el parásito es móvil: realiza lentos movimientos anteroposteriores y su extremi­dad anterior oscila constantemente como exploran­do el microambiente que lo rodea.


Los gusanos adultos que invaden el intestino producen un proceso inflamatorio de intensidad variable. Esta enteritis superficial es la productora de los síntomas gastrointestinales de la triquinosis. Los fenómenos toxialérgicos son los causantes del síndrome infeccioso y de los signos oculopalpebrales. Las mialgias se explican por los fenómenos de miositis producidos alrededor de los quistes larva­les. Cuando las larvas llegan a las fibras muscula­res, se produce un fenómeno de necrosis y, al cabo de unos quince días, el sarcolema forma la pared quística. Habitualmente, cada quiste contiene una larva enrollada en su interior, pero no son raros los easos con dos, tres ti más larvas. La inflamación periquística es producida por linfocitos, monocitos y eosinófilos, y evoluciona hacia la fibrosis. Al cabo de unos seis meses comienza el depósito de calcio en el quiste, fenómeno que se inicia por sus polos y se completa en un lapso de alrededor de un año. Las larvas pueden permanecer vivas durante años en el interior de los quistes, siem­pre que no estén totalmente calcificados. En el caso de T. pseudospiralis, un signo distintivo es que no forma quistes en la musculatura del hospedero.


Comúnmente, el fenómeno toxialórgico dura alrededor de un mes y luego se restablece el equili­brio entre el hospedero y el parásito, declinando en forma paulatina la sintomatología. En aquellos pacientes que continúan con astenia y mialgias, después de este periodo, es difícil decidir si estos síntomas vagos corresponden realmente a la triqui­nosis o son producto de la aprehensión frente a la enfermedad. Los casos graves de triquinosis pueden llevar a la muerte por un compromiso cardíaco o del SNC; los casos fatales suelen corresponder a pa­cientes con una enfermedad crónica (hipertensión. arterioesclerosis) a la cual se agregó la parasitosis.


La miocarditis es una complicación que se pre­sentaría entre la cuarta y séptima semana de la infección, la cual no estaría necesariamente relacio­nada con la severidad de la infección. Pareciera que los casos de compromiso miocárdico no serían ra­ros, pero se caracterizan por su evolución benigna y curación sin secuelas. La patogenia de la miocar­ditis no ha sido aclarada, puesto que las larvas de Trichinclla, si bien invaden el miocardio, no se enquistan en ese sitio y pareciera que las alteracio­nes se deberían a un proceso inmune. En autopsias, se han demostrado lesiones difusas de inflamación, edema, fibrosis intersticial y necrosis de fibras car­díacas.

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